La falacia de definir al centro como una comunidad escolar: la ausencia de participación de los actores
La escuela está compuesta de una serie de interacciones segmentadas de grupos unidos por intereses comunes, proyectos, deportes, actividades organizadas no excluyentes y voluntarias, lo que constituye un tipo de redes que debería dar identidad a la institución y una cultura particular diferenciadora. La realidad muestra el difícil acoplamiento y la lucha de intereses diversos, y, a veces, enfrentados.
Los padres ¿meros convidados de piedra?Acceden a la información pero tienen problemas para ser aceptados y escuchados en los órganos colegiados.
El claustro de profesores es la guardia pretoriana; sus reticencias ante la presencia de los padres es evidente. Los profesores afirman que su presencia es inútil porque no saben, es decir, porque carecen del conocimiento experto que ellos poseen como profesionales de la enseñanza (y aunque los padres lo tuvieran, como a veces ocurre, sus opiniones serían vistas más como una fiscalización o reto que como una ayuda desinteresada) y los padres cuestionan, ¡aquellos que se atreven!, cosas que según los profesores son poco pertinentes:
«Existe un modelo elitista de profesionalidad docente que acentúa las diferencias de status y la distancia respecto a los clientes, el cual ve en la participación de los padres y estudiantes una amenaza al ejercicio profesional» (San Fabián, 1992:91).
La relación queda definida en los límites de la relación «pseudo-didáctica»; todo el conocimiento experto de la disciplina académica queda expresado por parte del docente en términos técnicos o simplistas, reducidos a descripciones personales y vagas —«su hijo/a no sabe, o no estudia»— y no en argumentos aprehensibles que expliquen y sirvan de ayuda para la mejora del conocimiento del estudiante, y menos aún del papel que desempeña el hijo en la institución entendida como un todo. En el intercambio, el centro como institución, y sobre todo su organización, «no existe», así como tampoco el contexto, ni los grupos que interaccionan, ni los medios de que dispone el centro, etc.; todo ello se ignora. El análisis se circunscribe casi de forma exclusiva a las relaciones en el aula y al «buen/mal» comportamiento del hijo/a en ella.
A los padres se les recuerda con excesiva frecuencia su desconocimiento acerca del funcionamiento del centro, de las competencias legales atribuidas a cada estamento, de las normas dictadas por
Los padres, ante el muro en el que puede leerse «nosotros somos quienes tenemos el conocimiento experto, la experiencia y el poder», generalmente renuncian a mantener un enfrentamiento directo o una actitud crítica para plantear o reivindicar un cambio en las relaciones entre los distintos sectores, o una mejora en las prácticas de los docentes o de la dirección.
El alcance de la participación de los padres es un reflejo de su clase social, raza y grupo étnico. Wilcox explica claramente el carácter de estas relaciones:
«Aparentemente los profesores y los administradores tienden a temer la intrusión de los padres en el dominio de la escuela, previendo sus interferencias, sus críticas y su hostilidad. Tienden a dar la bienvenida sólo a los padres y a las asociaciones de padres que les ayudan directamente. El poder social y el status de algunos grupos de padres facilita su penetración a través de los muros de la escuela, hayan sido invitados o no, para conseguir que sus quejas sean oídas. Dado que las necesidades de los padres y los hijos de la clase baja y de las minorías tienden a estar menos atendidas por parte de la escuela y requieren un cambio sustancial, esta dinámica funciona doblemente para retardar el cambio: la crítica que puede apuntar a la necesidad del cambio se ve impedida por la junta directiva, y los que tienen más necesidad de cambio desisten de su intento» (Wilcox, 1994:114).
La cultura del individualismo docente
Podríamos pensar que los padres son de alguna forma excluidos de las decisiones de la institución, pero que, en cambio, los profesores están fuertemente involucrados en ella. Los datos nos muestran que también los profesores, aunque por otras razones, son excluidos o se autoexcluyen de numerosas decisiones políticas que afectan al centro.
Los profesores limitan su identidad profesional al trabajo que realizan en el aula, sanctasanctorum donde ejercen un poder casi absoluto sobre la enseñanza que imparten; esta autonomía se extiende también a la relación con los alumnos, e incluso frente a otros colegas de departamento y de claustro: «La educación está entre las últimas vocaciones en las que es legítimo todavía trabajar uno mismo en un espacio seguro contra los invasores» (Rudduck, 1991:31). La comunidad está fuera del centro, y, por supuesto, fuera del aula. Es ese modo de ejercer la privacidad de la profesión lo que da entidad a los docentes. El centro se convierte en reino de taifas. No aglutina el contexto (tan revalorizado en los discursos de los últimos tiempos), ni los objetivos supuestamente concertados recogidos en el proyecto de centro, ni el tipo de alumnos que acude a la institución. El director, por otra parte, desea la integración como adhesión a las políticas defendidas por la dirección, sin renunciar al dominio con el que desea ejercer el control del cual depende la «estabilidad» de la organización. Entre ambas posiciones, que guardan estrecha relación con los estilos de liderazgo desempeñados por los directores, transcurre la lucha por la autonomía de los docentes.
El celularismo, ese conjunto independiente de aulas que aparentemente dan sentido a las organizaciones escolares, va asociado a la incertidumbre, y, ambos, aislamiento e incertidumbre, a aprender poco unos colegas de otros.
La dispersión se produce por asociación cercana con alguno de los colegas, formando grupos separados y a veces compitiendo entre ellos. Generalmente, son grupos que trabajan de forma próxima y cotidiana, gastan más tiempo y se socializan a menudo en la sala de profesores. Los grupos se forman no sólo entre los conservadores sino también entre los innovadores. Es una característica de la cultura de los centros de secundaria por su estructura departamental, aunque también se produce entre los grupos de infantil y primaria en los centros donde se imparten ambos niveles.
En definitiva, el trabajo de los profesores con tan marcado carácter de insularidad y de falta de coordinación no permite una visión colegiada en la que los fines educativos, la selección del currículo y la organización sean el trípode sobre el que se asiente el centro. No hay, por lo tanto. una comunidad interna que se refleje, a su vez, en la externa, con las denominadas señas de identidad. El director, desde este modelo, dirige los espacios externos a las aulas. Toma decisiones sobre aspectos considerados periféricos: comedor, transporte, actividades extracurriculares en las que, curiosamente, sí opinan y deciden los padres, sobre todo si su asociación es quien las financia.
Además, quienes no forman parte del equipo directivo se sienten excluidos de los aspectos importantes de la toma de decisiones. Construir el consenso significa proponer actividades, poder contratar profesores con valores comunes, un ideal de tiempo y esfuerzo, y quizás un entorno menos diverso.
Una estrategia radical, cuando las estructuras impiden tal cambio, consiste en establecer nuevos roles o responsabilidades entre los miembros de la organización.
Pseudoparticipación docente y ausencia de identificación con el centro escolar
La lucha entre autonomía y control hunde sus raíces, en una perspectiva negativa, en el individualismo eufemísticamente reivindicado como «libertad de cátedra» (pertinente cuando la libertad de expresión es impedida o cercenada), y, en una perspectiva más optimista, en el desarrollo profesional que conduce a la innovación crítica. Los profesores valoran su autonomía y renuncian a ella con desgana. La autonomía estructural puede ir asociada a la denominada autonomía conceptual, es decir, una posición individualista ante un conjunto de creencias sobre la enseñanza que puede ser ampliamente intuitivo, y una forma limitada de profesionalidad. Pero, como explicábamos antes, esa autonomía «concedida» por la dirección suele ser una trampa sutil en la que pueden caer los docentes, quienes afirman satisfechos: «en mi aula no se mete nadie; nadie me dice lo que tengo que hacer; nadie controla lo que hago; tengo autonomía», sin darse cuenta que tal actitud autocomplaciente les impide participar en las decisiones globales y en el control del gobierno del centro.
Al mismo tiempo, puede darse el caso contrario: que los profesores deseen participar en la definición institucional de la escuela, produciéndose así un equilibrio entre autonomía y control y un punto de equilibrio en un sistema débilmente articulado, que, como contrapartida, relacione el trabajo profesional en el aula con los fines colectivos de la escuela (Hoyle, 1986:120). También pueden desear alterar las relaciones sociales en su interior, lo que dependerá del grado de cohesión de quienes se enfrenten al poder jerárquico establecido.
Un cierto riesgo se produce cuando los directores definen en solitario las metas del centro, porque puede entenderse como una amenaza para el profesor individual y porque, salvo que posea un carisma especial (cosa que raramente acontece) con el que atraiga a la comunidad hacia sus grandiosos planteamientos, los demás miembros de la comunidad pueden defenderse contra ellos con la crítica, y, a menudo, con el humor y la ridiculización.
Los profesores pueden identificarse con la escuela como un todo en un nivel simbólico, lo que es bastante distinto de una identificación más específica de la escuela como organización.
Las voces silenciadas de los alumnosPodemos preguntarnos si los centros educativos son organizaciones en las que los alumnos aprenden a ejercer el derecho y la responsabilidad que requiere la participación en las decisiones que les incumben, y si en tales instituciones encuentran el clima, el tiempo y el espacio adecuados para ejercerlos: «Una cosa son los fines que el sistema social marca para la escuela y otra, a veces bien distinta, los efectos que esta escuela tiene sobre los sujetos a los que debe socializar» (Rivas, 1992:79).
«¿Proporciona la educación los conocimientos y la experiencia vivida para poder enjuiciar los acontecimientos políticos, sociales y culturales, etc., y, en consecuencia, decidir sobre temas de su comunidad?» (de Puelles, 1986:456).
Los valores que los alumnos aprenden en la escuela a través de las relaciones en el aula podrían ayudarles a comprender y a actuar desde una perspectiva participativa. Pero, en general, las prácticas del aula no la propician. Los alumnos siguen en los centros escolares tres procesos diferentes, como ya hemos explicado en otras ocasiones (Bardisa, 1995):
- El aprendizaje de los llamados contenidos transversales del currículo en los que se aborda la «educación para la convivencia» o alguna denominación similar, a través de los cuales el alumno realiza un aprendizaje formal de lo que son los elementos constitutivos y las actitudes y valores que exige una democracia.
- El aprendizaje que realiza en la vida escolar cotidiana en el aula y en el centro, interviniendo e involucrándose y decidiendo sobre aspectos curriculares, organizativos y de relaciones sociales y culturales.
- El aprendizaje que desarrolla mediante los cauces organizativos establecidos en la legislación escolar, al permitírsele, en mayor o menor grado, participar en la elección de sus representantes en los órganos colegiados de decisión.
La realidad permite preguntarnos lo siguiente: ¿Resulta cínico hablar de educación para la convivencia si ésta queda reducida a una enseñanza teórica que los alumnos no reconocen como práctica cotidiana en el centro? ¿Cómo puede explicarse el alumno que la escuela separe el pensamiento conceptual, que se le presenta como parte de su formación, de la puesta en práctica de esos mismos principios? ¿Son sus voces silenciadas? O, peor aún, ¿cómo, qué, ante quién y cuándo pueden hablar? ¿Sobre qué ideas, cosas, relaciones...pueden opinar, proponer, criticar, reclamar, rechazar...?
A través de su propia interacción, los alumnos construyen valores, modos de comportamiento, roles propios de su sistema social, tipos de liderazgo, etc., al margen o a partir de la normativa formal de la institución. Elaboran una estructura de significados, un sistema de códigos y señales no siempre reconocibles por los profesores. «Establecen sus propios tipos de liderazgo, sus propios héroes y heroínas, así como los mitos y leyendas que establecen patrones de actuación cultural en el aula» (Rivas, 1992:133), y, desde nuestra perspectiva y por extensión, en el conjunto de la escuela.
A pesar de que formal y jurídicamente los alumnos tienen diferentes vías para intervenir en las actividades del centro, la realidad, analizada por Fernández Enguita (1992; 1993) y por Velázquez (1994), muestra que los representantes, los delegados y miembros de los consejos escolares españoles ejercen sus derechos de forma vicaria:
«La representación e intermediación ejercidas por los delegados se constituyen como alternativas a la formulación directa de opciones por el colectivo a los distintos subcolectivos de alumnos y su negociación directa con los otros estamentos» (Fernández Enguita, 1992:89).
Los problemas y reivindicaciones que plantean los alumnos han de defenderse en los órganos colegiados, y estos se reúnen en intervalos excesivos de tiempo. Así, los temas se «pudren» en el olvido debido al tiempo transcurrido desde el momento que se originan hasta que llegan a la instancia prevista para su resolución. Además, como señala Fernández Enguita, quizás la cadena que se establece desde que surge el conflicto hasta que llega a donde se decide a actuar es frágil y cambiante (los alumnos comunican a los delegados de curso el asunto, «reformulan» las propuestas y las transmiten a los compañeros representantes en el consejo escolar). De este modo, los representantes carecen de legitimidad y de voz ante tales órganos.
Un problema añadido es que puedan realmente intervenir con «naturalidad» ante los demás miembros del consejo escolar si el talante de la relación diaria en aulas y pasillos no está imbuido de confianza y respeto mutuo.
Los alumnos, aunque se unan con los padres, siguen siendo minoría en el consejo escolar. La mayoría, en cambio, los profesores, delimita el terreno de juego y define las reglas ante la impotencia de los alumnos, menos versados en la dinámica de las reuniones formales y en el lenguaje empleado. Los profesores, con más experiencia y manejo del discurso y de las estrategias, dominan la escena y mantienen una actitud paternalista hacia ellos.
Las asociaciones de alumnos, a las que en teoría corresponde animar a la participación, son irrelevantes, apenas influyen en el colectivo de alumnos, y, además, se encuentran con dificultades para funcionar.
Los hábitos participativos se enmarcan en la tolerancia, en el diálogo y la comprensión, en un proceso gradual continuo. Las propuestas realizadas por Gil Villa se dirigen a
«desbloquear la participación de los padres y de los alumnos causada por la hegemonía de los profesores fundamentalmente. Las soluciones pasan, por tanto, por el robustecimiento de las Asociaciones de padres y alumnos y por una información completa y profunda a estos dos colectivos a través de seminarios, charlas u otros tipos de campañas» (Gil Villa, 1995:152).
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